Hace unas semanas, era la noche de un viernes frío y
lluvioso, la circulación era lenta en la carretera, y yo estaba cada vez más
desesperado por llegar al trabajo. A pesar del esfuerzo –del auto-, por avanzar
entre la multitud de vehículos, llegué tarde al trabajo. No obstante; me dirigí
de inmediato a mis actividades habituales, y me encuentro con una grata
sorpresa, un memorándum estaba en la pizarra de avisos, señalando que se va a
otorgar un bono de productividad a los trabajadores con mejor desempeño. No le
di importancia.
Tras haber realizado mis actividades, en consulta externa y
hospitalización; entonces me visto el uniforme quirúrgico e ingreso al área de
quirófanos, donde ya se encontraba reunido todo el personal que labora en esa
sección. Y el tema de conversación era precisamente… ¡El bono de productividad!
Todos se alegran, ¡Ahora sí, vamos a echarle ganas! –Dice uno-, ¡Hasta lo que
no es quirúrgico hay que operar! –Dice otro-, y así; cada uno de los presentes
manifestó su algarabía por el dichoso bono. Hasta que llegó el turno del que
funge como representante laboral, que con toda tranquilidad saca de entre sus
cosas un manojo de hojas, quizá tres o cuatro. Se coloca sus anteojos, nos mira
a todos, esboza una sonrisa como diciendo “ingenuos” y dijo: no se aceleren,
tranquilos, para hacerse merecedores al bono de productividad deben de reunir
ciertas condiciones, no es así como operar mucho solamente, ese aspecto de
hecho no es considerado entre las condiciones. Se tomará en cuenta la
puntualidad, la asistencia, las no incidencias, los retardos, los pases de
entrada, los pases de salida, las licencias, los permisos económicos, los días
a cuentas de vacaciones, las incapacidades… ¿Y la productividad? –Preguntó un
médico con notoria seriedad al que estaba leyendo-, entonces, el representante
laboral interrumpe la lectura, se retira los anteojos y dice simplemente: no
está contemplado ese punto en el acuerdo.
Esta historia es extraordinaria si la consideramos como una
extensión más del sistema educativo que nos formó. El sistema educativo, por lo
menos para los que rebasamos los treinta años está fundamentado en la escuela del
premio-castigo. Te portas bien, obtienes un premio; te portas mal, eres
acreedor a un castigo. En la escuela cuantas veces no fuimos testigos de
recompensas distribuidas a nuestros compañeros, ¡Un punto si…! ¡No hace examen
final si…! ¡Exenta la materia si…! Te premiaban si llegabas temprano, si
permanecías quieto, si no cuestionabas,
si te portabas bien, si ibas presentable, si tolerabas la ignorancia del
profesor al no debatirle sus argumentos, si aceptabas que llegara el profesor con el
“gallo” o con el aliento alcohólico, o simplemente que respetaras la hora de
entrada y salida. ¡Ah!, y que no generaras problemas. No premiaban la
productividad o el aprovechamiento, ni lo que tu aportaras, simplemente premiaban la disciplina y el
silencio. Y surge entonces la reflexión, es suficiente con acudir puntualmente a
tus actividades y no generar escozor tanto en la escuela como en el trabajo
para hacerse de una compensación o bono a la productividad. Pero; ¿Dónde queda
la productividad?
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